Hay almas que nacen destinadas a ser el eco de lo que otros murmuran en sus corazones. Alicia Quesada es una de esas almas. Atravieso el umbral de su oficina con una ligera sospecha de que, tras sus gestos serenos, se esconde un río subterráneo de palabras y sueños. Su sonrisa es el reflejo de su vida, una vida dedicada no solo a los libros, sino al oficio más antiguo del mundo: escuchar. No basta con escribir, dice Quesada, como quien revela un secreto bien guardado; hace falta que alguien reciba esa confesión, que le dé forma y, sobre todo, sentido.

Círculo Rojo es su hogar, pero también su taller. Aquí, entre páginas que aún no han encontrado lector, Alicia ha asistido a más de mil escritores, cada uno con sus fantasmas, sus esperanzas, su deseo de permanencia. «Cada autor es un universo», murmura, más para sí misma que para mí, como si en cada uno de esos universos quedara ella atrapada por instantes, intentando descubrir su órbita precisa. Pero Alicia no corrige simplemente textos; los cría, los alimenta, los hace crecer. «Editar no es solo poner las comas en su sitio, es acompañar a los autores en su soledad, hacerles sentir que su palabra puede volverse tangible», dice, y en sus ojos veo la luz de quienes no se permiten descanso hasta ver la obra completa.

De pronto, pienso en los nombres que han cruzado su escritorio, como estrellas que pasan una noche por el cielo. Uno de ellos, Fran López Castillo, es un cometa. «Casi 60.000 ejemplares vendidos», dice, pero sin jactancia, como quien sabe que los números son lo de menos. «Alicia es un faro», me dijo Castillo alguna vez. En la tempestad del mundo editorial, ella es quien lleva a puerto seguro a los escritores. Es capaz de hacer que la oscuridad se vuelva luminosa. Lo repite con ternura, aunque con la firmeza de quien no deja lugar a dudas: el sistema de Círculo Rojo, la pasión que se pone en cada proyecto, es lo que los distingue de otras editoriales. Aquí no se publican libros, se alumbran sueños.

Círculo Rojo, que nació del arrojo visionario de Alberto Cerezuela en 2008, no es ya solo una editorial, es una aventura colectiva que ha dado cobijo a miles de autores. Alicia sonríe al recordar los primeros pasos, la audacia inicial de aquel proyecto que pretendía democratizar las letras, abrirle las puertas a quienes siempre las encontraron cerradas. «Desde el principio supe que esto era algo distinto», confiesa Quesada, con una sencillez que solo tienen los que están verdaderamente orgullosos. No hay presunción en sus palabras, sino una suerte de felicidad íntima, como si hablara de una planta que ha visto crecer con sus propias manos.

Y la planta ha florecido. No hay ceremonia literaria en la que no se mencione el nombre de Círculo Rojo, y cada octubre los premios que la editorial otorga se convierten en el gran acontecimiento del año para aquellos que abrazan el sueño de publicar. «Este año hay varios nominados que han trabajado conmigo», me dice Alicia, y por un segundo, su orgullo queda suspendido en el aire, delicado pero palpable. «Ver cómo se transforman es mi mayor satisfacción», añade, y uno entiende que su labor no es solo editorial, es casi maternal.

Desde su puesto, ha visto pasar por la editorial a más de 40.000 autores. «Aquí hemos construido una casa», dice con una seguridad que, lejos de ser rotunda, parece tierna. Y no es solo un refugio para los noveles, también autores de larga trayectoria eligen a Círculo Rojo, dejando atrás las convenciones del sector editorial tradicional. Alicia, sin embargo, esquiva el mérito. «El éxito no es mío», repite. «Es de ellos». Pero uno sabe que, sin su silenciosa guía, sin su capacidad de transformar el caos en orden, muchas de esas historias se habrían quedado en la penumbra de un cajón olvidado.

Al despedirme, noto en su escritorio el manuscrito de un autor con quien ha trabajado. Lo señala sin demasiada ceremonia, como quien enseña algo íntimo. «Este es el resultado de todo», murmura. «Verlo, tocarlo… esa es la prueba de que todo ha valido la pena». En ese gesto, en ese simple movimiento de su mano, Alicia Quesada nos revela el sentido último de su oficio: no se trata de corregir palabras, sino de dar vida a los sueños de otros. Y en cada libro que edita, hay una parte de ella, etérea y delicada, pero siempre presente. Como un susurro que atraviesa el tiempo.

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